El problema de llamarnos la generación perdida

Si una persona se equivoca en algo, no significa que la totalidad de la persona sea un error. Si nuestra generación ha perdido algunos privilegios, ¿significa eso que está totalmente perdida?

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Ilustración de Patricia Corrales

El término generación perdida se utiliza en España para designar a las personas que nacieron entre los años 1980 y 1990, y ahora, a punto de enfrentar la crisis del coronavirus, su nombre vuelve a salir a flote, puesto que ha sido una generación golpeada por dos crisis en prácticamente menos de una década.

Pero, entendiendo sus orígenes, ¿de dónde viene este término?

Incicialmente se utilizó para denominar a un grupo de escritores que vivieron desde el final de la primera Guerra Mundial hasta la Gran Depresión. Fué Ernest Hemingway quién en una conversación se refirió a elles como tal.

¿Por qué empezó a utilizarse en España ese término para denominarnos a las persona jóvenes que sufrimos la crisis del 2008? Porque suena poético y porque las consecuencias que tuvo para nuestra vida laboral y personal fueron nefastas.

España fue uno de los países más golpeados por la crisis. Muchas familias se vieron en la calle, otras vivieron como podían de la pensión de los abuelos y abuelas, y las personas jóvenes emigramos masivamente a otros países. Yo me incluyo, porque tuve que emigrar y dejar a mi familia atrás dos veces.

La cuestión es que justo cuando empezábamos a incorporarnos al mercado de trabajo, todo se vino abajo. No teníamos escapatoria y las consecuencias de la crisis iban a retrasar increíblemente la edad a la que podíamos tener descendencia, casa propia o incluso coche. Sin embargo, el golpe que menos esperábamos que doliera fue el que pegó de frente a nuestro ego.

El futuro que nos prometieron mientras estudiábamos, no existía. Nuestra educación nos convertía en la generación «más preparada de la historia» pero teníamos que esconder nuestros títulos universitarios para poder servir mesas y limpiar hoteles. Nada en contra de estos trabajos. Los menciono porque fue a lo que yo me dediqué.

Ahora han pasado los años y la generación perdida vuelva a salir a la luz en las noticias. La crisis va a golpearnos de nuevo. Y yo no puedo evitar preguntarme: ¿qué es lo que más va a dolernos esta vez?

Sin duda, si la respuesta es nuestro ego, es que no hemos aprendido nada. ¿Somos la misma generación que creía que el mundo nos debía algo sólo por haber estudiado? Espero que no. Quiero pensar que ya hemos aprendido que nadie nos debe nada, absolutamente nadie. Y menos aún, por haber tenido acceso a un título universitario. Ningún papel per sé nos hace mejor persona ni eleva nuestro estatus. Así que no, nadie nos debe nada por ello.

Hablo desde mi propia experiencia porque durante años me escondí tras ese término. Me creí abandonada por la sociedad, me enfadé con el gobierno, con el mercado laboral, con la escuela, y con el mundo. Me puse por bandera la capa de víctima que me habían asignado, y lloré en todos mis trabajos. Fué duro salir de aquella realidad. Por eso no quiero volver a considerarme «perdida» y escribo estas líneas para que tampoco tengas que hacerlo tú si no te sientes cómoda con ello.

No, no somos la misma generación. Hoy, tras todo lo el tsunami emocional al que hemos sobrevivido, somos personas más fuertes. La capa de víctima pudo habernos reconfortado, pero no va a ayudarnos ahora. Porque este mundo en el que estamos ahora, es totalmente diferente. Nadie nos preparó para él, pero tampoco ocurrió con todas las generaciones pasadas de nuestra historia. ¿Cuántas penalidades han sufrido las mujeres de nuestras familias durante años? ¿Cuántas generaciones perdidas ha podido haber durante la historia?

Y sin embargo, todas siguieron adelante ayudándonos a llegar hasta aquí. Como generación, vivimos rodeadas de privilegios que nunca antes se hubieran podido imaginar. Mediante el acceso a la red tenemos un mundo digital que nos permite aprender casi todo lo que queramos. En la mayor parte de los casos, si abrimos el grifo, sale agua caliente. Descansamos bajo un techo y no sabemos lo que es no tener acceso a la comida esencial.

Eso nos da un plus que otras generaciones no tuvieron. Podemos hacer mucho con lo que está en nuestra mano. No vamos a tener el futuro que nos prometieron, no, pero está en nuestra mano aceptar que el mundo ha cambiado y decidir qué queremos hacer dentro de él para que las nuevas generaciones -que pasarán por problemas diferentes- puedan hacer lo mismo y así sucesivamente.

Nada de esto significa que no hayamos sufrido, que no sea injusto, o que no debamos de llorar nunca más y sólo mirar hacia adelante. No, debemos llorar lo que haga falta, pero siempre recordando que quedarnos en el mismo sitio y culpar al resto del mundo, no va a ayudarnos. Sólo el aceptar la realidad, reconocer que a pesar de todo tenemos privilegios y utilizarlos para volver a salir adelante, es lo que está en nuestra mano para poder mantener nuestra salud mental.

Por eso yo no quiero volver a llamarme perdida, porque es una losa que ya no se siente cómoda a mi espalda y que me impide levantar la cabeza para ver lo importante. Ya no quiero llamarme perdida porque lo que he encontrado durante estos años, va mucho más allá de lo que esperaba, porque aquello por lo que estoy agradecida es mucho más inmenso que aquello que no tengo. Porque yo he encontrado mi valor, y no pienso volver a perderlo.

Espero que también puedas hacerlo tú.

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