Las oscuras cosas bellas

Cerca del mar todos los cuerpos son bellos, también el de una mujer madura.


Cerca del mar todos los cuerpos son bellos, también el de una mujer madura. Como cuando visitamos los lugares de nuestra infancia, quizá ese armazón evolucionado de huesos y neurotransmisores, celebre el regreso a sus orígenes con cierta jovialidad. A medida que había ido cumpliendo años había descubierto la sensualidad de tareas intrascendentes que le devolvían un placer desconocido. Como extenderse cuidadosamente la crema protectora por cada pliegue de su piel mientras el sol la bañaba con su calor. Aun había poca gente en el Cabo y no sentía ningún reparo en mostrar su desnudez.

Conocía cada rincón de este parque. La cala pequeña, en forma de media luna, fue la primera que visitó en aquel viaje hacía ya décadas. Por eso quiso volver al mismo sitio donde un día encontró un amago de sosiego. Como en aquella ocasión, no había nadie más en la playa, que parecía esperarla sólo a ella. Para entrar en el agua había que tener cuidado y evitar el roquero que se extendía por uno de sus flancos. Cuando ya lo había salvado, y su vista buscaba el horizonte azul, observó que algo flotaba. Enseguida supo que era un cuerpo y, antes de salir de su aturdimiento, cayó en la cuenta de que el tiempo de poniente lo estaba trayendo hacia la costa. Cuando estuvo a su altura lo arrastró hasta la orilla. No intentó hacer nada por su vida, sabía que la había dejado en el mar.

Cerca del mar todos los cuerpos son bellos, incluso los cuerpos ahogados. Sin saber muy bien porqué, se sentó junto a aquel cuerpo sin vida y lo contempló. Era una mujer joven. Apenas unos hilachos de ropa cubrían un cuerpo de complexión fuerte aunque bien proporcionado. De repente se percató de que, o el agua que había tragado le había hinchado el vientre, o diría que estaba embarazada. A veces, oscuras cosas bellas nos llevan del sueño a la realidad y viceversa.

Y así, como se habla con los muertos en un velatorio, empezó a preguntarle –a la joven- y a preguntarse –a sí misma- cuestiones vitales que escondían el malestar de la especie.

El silencio de aquel duelo sólo era roto por las olas. Una mujer en el esplendor de su madurez, una joven muerta, una vida por alumbrar… Sus cuerpos desnudos las igualaban. ¿Alguien hubiese podido decir quien de las dos era puta o cirujana, criminal o esposa abnegada, arquitecta o ama de casa, monja o artista transpunk? ¿Qué papel –de los soñados por un hombre- le habría tocado representar a aquella efímera mater? A mitad del soliloquio le asaltó un pudor ajeno inesperado y tuvo que cubrir el cuerpo de la joven con su toalla. Se despidió de ella con un largo abrazo. Cuando volvió la vista atrás desde lo alto del cantil vio cómo el mar se la volvía a llevar.

Caminando entre las pitas, seguía pensando que ya era hora de reconciliarse con su pasado.

Esther (40), Valladolid

 

3 Comentarios

  1. Lidia Martín

    ¡Sorprendente! Me ha encantado. gracias, Esther

  2. Mónica Sastre

    ¡¡Es precioso Esther!! Conmovedor y para reflexionar. ¡precioso!

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