Reconstruyendo la vulnerabilidad

Núria y Bea, el equipo de Indágora psicoterapia, junto a Irene, reflexionan en profundidad sobre qué nos sucede con la vulnerabilidad. ¿Por qué no nos dejamos sentirla? ¿Quién nos ha enseñado a ignorarla? Este artículo es el primero de una serie de dos.

Vulnerabilidad y fortaleza van de la mano, contaba Irene en este artículo. En él empezamos a pensar de qué manera tenemos estos conceptos interiorizados y qué factores contribuyen a su construcción, ya que “la vulnerabilidad ha sido históricamente mal vista pero en realidad es parte de nuestra naturaleza”. En esta primera parte analizamos cómo la sociedad ha contribuído a que la construyamos de esta forma.

¿Qué es la vulnerabilidad? ¿Qué nos pasa con ella?

Etimológicamente vulnerable viene del latín vulnerabilis, formada de vulnus (herida) y el sufijo -abilis (posibilidad): vulnerabilis indica que puede ser herido, y la vulnerabilidad es la cualidad a través de la cual podemos ser herides.

Si nos descentramos de nuestro instinto de supervivencia que se activa para evitarnos el daño y observamos esta cualidad, podemos afirmar sin duda que somos seres que pueden ser dañados: al rasguñarnos nos sale sangre, si caemos nos puede salir un moratón y dolernos los huesos, si cambia el tiempo los virus nos influyen. Vivir significa exponernos, y eso significa que pueden acceder a mí.

En la infancia estamos completamente abiertes al mundo, nuestra vulnerabilidad es palpable y es conforme crecemos que nos vamos cerrando, ya que tememos y nos protegemos del dolor. Así como las costillas protegen nuestro corazón, el ser humano desarrolla mecanismos de defensa para proteger nuestras partes más blandas y dolorosas: nuestros miedos, inseguridades, experiencias difíciles… con tal de no ir desangrándonos emocionalmente por la vida.  

El malestar nos conecta con la cualidad de ser vulnerables: son momentos en que atravesamos sensaciones de dolor emocional y/o físico. Si alguna vez has sentido esto sabrás que tendemos a rechazarlo y que, queramos o no, esa vivencia de verme vulnerable no es totalmente independiente del mundo en que vivimos.

Por que, ¿cómo habitamos la vivencia de ser vulnerables en la adultez? ¿Es un lugar cómodo o me incomoda tanto que huyo de él todo lo que puedo? ¿Dejo que los mecanismos de defensa actúen automáticamente cuando siento algo desagradable? ¿Me doy cuenta de mis estrategias?

Podemos afirmar que por lo general no accedemos directamente a la vivencia de dolernos, no exploramos ese sentir con una actitud abierta y de curiosidad, acogiendo sus sensaciones. No sentimos ni nos entregamos al dolor con los brazos abiertos, más bien solemos huir de esta posición, incluso la tememos, deseamos que termine el dolor cuanto antes y detestamos vernos débiles y frágiles. Nos incomoda tremendamente dolernos, porque claro ¡duele!

Además, asociamos esta cualidad a palabras como debilidad e inferioridad, ideas introyectadas tanto social como familiarmente y que hacen que nos alejemos de esta parte tan nuestra. Teniendo en cuenta que construimos el mundo con significados propios, actuamos en base a lo que las palabras nos definen. Construimos el rechazo hacia la vulnerabilidad en base a lo que nos han dicho sobre ella, ya que si me digo que soy vulnerable ¿qué quiero decir? ¿Soy débil?, ¿Cualquiera puede hacerme daño en cualquier momento?, ¿Habito una condición de fragilidad que me incomoda, aunque sea propia del ser humano?

El problemático imaginario colectivo

El imaginario colectivo ha creado una especie de márketing sobre las emociones: la alegría hay que explotarla en miles de actividades, estímulos, viajes, objetos… y esta caza de experiencias harán nuestra vida plena. Las emociones que injustamente se han leído como negativas han recibido la peor parte: la tristeza, la ira, el miedo se han convertido en lo inaceptable y algo tabú, que es mejor mantener invisibilizado, en la sombra, para así ahorrarnos su incomodidad.

Huxley lo caracterizó en su libro “un mundo feliz” en una sociedad donde el malestar estaba tan mal visto que cada vez que alguien experimentaba cualquier tipo de crisis existencialista, la obligación moral era drogarse con SOMA para volver a ese estado ficticio y anestesiado de felicidad impuesta. Ciencia ficción que no es tan ficción.

Además, entregarse al dolor emocional requiere tiempo y energías, es un proceso con cierto coste emocional que pide espacio para gestionarse ¡Y cuántas veces no tenemos tiempo! En esta sociedad de precariedad hay que priorizar y des-priorizar, y es que entre trabajar, producir, tener ocio y cuidar a otres, no hay tiempo para este proceso y en el orden de prioridades de la vida no solemos dejarle espacio. ¡Cuánto da de sí una horita de auto-reflexión en terapia!

Dificultades patriarcales y capitalistas

Vivimos en un mundo competitivo en el que flaquear no está permitido: si bajamos la guardia alguien se subirá por encima. O eso nos han contado, fomentando la desconfianza en el entorno social y en creer que las otras personas están para hacernos daño. Aquí solo una persona puede ganar el juego de la vida, no se contemplan estructuras comunitarias de redes afectivas que garanticen una cooperación. Y en las mujeres es especialmente sangrante en tanto que nos dicen que somos enemigas: arpías, brujas, manipuladoras. Se fomenta una competitividad en donde sólo puede quedar una, la elegida.

Históricamente a la mujer se nos ha perseguido diciendo que no somos de fiar, porque nuestras hormonas nos lo impiden. Por mensajes como éstos se mantuvo durante años que lo mejor era que no votásemos ya que no éramos racionales (no hay que ir tan lejos, esto sucedía en España en los años 70).

Que digan que no somos de fiar tiene un impacto directo en las relaciones personales, nos obliga a desconfiar y subir la guardia cuando estamos frente a alguien, especialmente si es mujer. También nos encontramos en un mundo en el que hay mucha violencia machista, por lo que confiar en los hombres tampoco parece una buena opción.

El capitalismo, pues, tiene su granito a aportar en esto de la desconfianza: es el garante de la competitividad e individualismo, desconectándonos y aislándonos de quien tenemos más cerca.

En los países del primer mundo las tasas de depresión son las más elevadas, la soledad es uno de los grandes pilares que explican estos datos, alcanzando cotas epidémicas. Qué paradójica situación, el neoliberalismo fomenta valores individualistas a la vez que nuestra condición humana clama por pertenecer, red y afecto. Una contradicción difícil de gestionar. Si quieres sobrevivir en este sistema se te pide ser una persona fuerte, resistente, insensible, incluso arrolladora. Tienes que abrirte paso frente a todo (y todes) con la cabeza erguida mirando al frente si deseas llegar a algún lugar, si deseas SER ALGUIEN. Y es en este camino de alcanzar, de seguir ascendiendo, de subir más arriba, donde nos perdemos, desconectamos y desaparecemos.

Nos prometen el éxito y la felicidad en la cima y acabamos por dejarnos de ver, y los valores y características con las que nos dicen que debemos conectar para llegar al tan ansiado “arriba” no van de la mano con mirarnos dentro y, muchísimo menos con la vulnerabilidad, que se construye como una amenaza: nos frena. La debilidad no es bienvenida en el camino hacia el éxito, los lastres tienen que dejarse atrás, y lo peor que puede pasarnos es no poder. No querer incluso es salvable, ya que nos creamos una norma interna rígida que nos obliga y así seguimos funcionando a cualquier precio. Pero el no poder es inviable, la vulnerabilidad es rechazada por este capacitismo que, además, nos lleva a darle la espalda o señalar con el dedo a quien decide abrirse a su dolor, etiquetándola, muchas veces, como víctima.

Con todo este panorama, ¿quién va a tener ganas de abrirse a esa parte tan suya que nos capacita para sentir el dolor?

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