Hogar temporal, dulce hogar temporal

Mónica se ha ido a vivir a Croacia y nos hablar de cómo se siente en Rijeka, su nuevo hogar.

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Ilustración de Ori Chalbaud

Hace unos meses me deslocalicé de mi ciudad natal, Zaragoza (estado español). Los avatares de la carrera académica por la que, a trancas y barrancas, transcurre mi vida me llevaron a necesitar salir al extranjero. Movilidad internacional de la que le gusta a M. Rajoy.

Mi ciudad de acogida se llama Rijeka y se encuentra en Croacia. Hay gente en España que no coloca a Croacia en el mapa. Académicamente, tampoco mucha gente coloca a Croacia en el mapa. Durante un evento académico, uno de estos grandes «popes» de mi campo de estudio me preguntó si aquí se podía hacer algo más que ir de vacaciones. *ojosenblanco*

Desde esta ubicación que se suele tener desubicada escribo estas líneas. Quería que fuera un ejercicio placentero de escritura. Me imaginaba bebiéndome una tetera gigante de mi té favorito (negro ahumado) en mi bar favorito (el Samovar); o quizá en mi segunda oficina, el bar del Hotel Jadran, con vistas sobre el Mar Adriático. Me imaginaba en algún lugar bucólico, escribiéndo rápido en el cuaderno, viendo a la gente pasar y destripando cómo ha sido mi experiencia como expatriada (semi)voluntaria.

He ido postergando este momento hasta que la fecha límite se me ha echado encima. Me resulta doloroso pensar en esto… no sé bien qué es esto. Saberme tan lejos de casa, pero a la vez estando en casa. En una casa. En mi hogar.

Hogares temporales, uno tras otro. Quizá no sea dolor lo que siento, sino pereza. Pereza emocional. Como mi sabia amiga Alba me dijo, aquí estoy de vacaciones emocionales. He encontrado comfort, durante un tiempo, en no tener nada ni a nadie a quien atender más que a mí misma y a mi trabajo. Nadie me pide nada, nadie espera nada de mí, ni bueno ni malo. Qué paz.

Pero, al tiempo, pesa. Me encanta estar sola, pero cuando es escogido, cuando sé que puedo elegir. Cuesta saberse totalmente aislada de relaciones afectivas cercanas. Se echa de menos ver a gente, hablar con gente, tocar a gente. Conectar con otros seres humanes. Pero eso también va evolucionando cuando una está en otro lugar durante un tiempo: se crean relaciones, algunas efímeras, otras no tanto; todas atravesadas por el fantasma de la desubicación.

Es realmente apasionante ver una ciudad con ojos extranjeros. Cada vez soy más consciente de mi extrañeza aquí, y de cosas que no logro entender. Me siento como una turista de larga duración. No sé cómo coger buses, no sé dónde tengo que ir al médico, o dónde comprar un tendedor. Estoy aprendiendo croata, para no sentirme tan alienígena. Veo películas, escucho la radio, presto tanta atención a las conversaciones que me duele el cerebro. Pero no está surtiendo efecto. Es tan diferente de mi lengua materna y de todo aquello que ya conozco que aún me hace sentir más profundo y oscuro el abismo que me separa de la tierra que habito.

Sin embargo, adoro la tierra que habito. Me enamoré de Rijeka desde el primer instante. Llegué de noche, tras dieciséis horas de viaje. A la mañana siguiente llovía, como suele ser común aquí, pero fui a visitar la playa que tengo a tres minutos escasos de mi hogar. Me sentí tan afortunada, viviendo en el paraíso. Este sentimiento se renueva cada mañana, cuando salgo de mi portal y veo el mar; cuando llego a mi oficina y veo Opatija, Krk y Cres; cada segundo que me paro a pensar en la suerte que tengo de estar aquí.

Lo adoro todo. Las cuatrocientas escaleras que me separan de mi trabajo. Los gatos gorditos que pasean por ellas. Los atardeceres tras Učka. Las vistas de la isla de Krk y su puente desde mi oficina en lo alto de la colina. Las grúas naranjas y azules del puerto, con su trasiego de contenedores gigantescos que parecen daditos minúsculos en las tripas industriales de los barcos. El Galeb de Tito. La impresionante vida cultural de una ciudad tan pequeña. La vista desde el castillo de Trsat del río Riječina que separa como una cicatriz Sušak y Rijeka. La calle peatonal, Korzo, los domingos, vacía de gente. El Bura, que me levanta del suelo. Los copos de nieve con sol. Incluso adoro el viento Jugo, que viene del sur, como su propio nombre indica, y me da un dolor de cabeza terrible.

Lo que es terrible es tenerse que expatriar por la falta de oportunidades. Lo que es terrible es que en lugar donde una quería estar no haya posibilidades de prosperar. Pero, afortunadamente, con el movimiento se abren nuevas oportunidades, y lugares desconocidos empiezan a convertirse en el lugar donde una podría querer estar. Otros lugares comienzan a sentirse como un hogar.

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