Emociones y Cultura

«Hace tiempo que escondo mis emociones, las guardo en un rincón de mi corazón. Pospongo el momento de búsqueda de respuestas, pero ya no lo puedo hacer. Me pesa el corazón, me pesa el cuerpo, me pesa la vida.»

He recorrido unos cuantos kilómetros en coche para llegar a la playa de mis sueños, arena blanca, sol que acoge y la profundidad del mar. El aroma del mar se mezcla con mis lágrimas saladas. Hace tiempo que no soy la misma, ya no huyo de la soledad. Me ha costado tanto, me ha resultado tan difícil aceptar las emociones que emergen dentro de mi ser.

Pisando la arena húmeda, los recuerdos salen a la superficie. Recuerdo cuando los amigos de mi infancia le regañaban por mostrar sus emociones y cómo les decían que tenían que ser fuertes, cómo les castigaban por querer jugar con las muñecas o cómo les decían que no se juntaran con chicas si no querían acabar siendo afeminados, recuerdo la sensación de tristeza inmensa cuando me debatía entre complacer mis deseos y los deseos de las personas de mi entorno, recuerdo el conflicto interno entre lo que te dice la sociedad de cómo deben ser las mujeres y como quería realmente ser. Era como un cuerda tensa que tiraba hacia un lado y hacia el otro lado. No me enseñaron a gestionar las emociones, no me enseñaron a permitirme sentir la rabia o la indignación, “las mujeres buenas no se quejan por tonterías”, recuerdo sentir la frustración y el deseo de libertad. Sin embargo, la emoción más frecuente era el miedo.

El miedo se apoderaba de mi cuerpo, mi respiración se volvía ajetreada, mi corazón golpeaba sin cesar mi pecho, mi mente se quedaba en blanco y me quedaba paralizada. Ya no huyo, ni siquiera sé lo que me lo provoca, sólo me sumerjo en el interior del miedo y dejo que éste actué durante los próximos minutos. A veces, el miedo surge cuando vuelvo de noche por la calle, cuando tengo que expresar mi opinión y, otras veces, es el miedo a sentir una mano no deseada en mi cuerpo, a sentir una mirada obscena, es una llamada de una amiga llorando, es un amor tóxico, es no poder llevar un vestido ajustado porque temes que te ocurra algo, es la culpa por no complacer los deseos de otras personas, es el miedo y la culpa que se casan para decirte que si no aceptas las migajas de las demás personas, acabarás sola. Siempre te lo han dicho, no hay peor castigo para una mujer que acabar sola.

Entonces te sientes en la entrecruzada, entre elegir tu camino, a sabiendas de lo qué significa y entre elegir el otro camino que acabarás por perderte a ti misma, y a tu vida. Sabes, en el fondo lo sabes, que tú eres la única capaz de decidir sobre tu propio camino y que tú puedes decir no, y que tendrás que gestionar tus emociones y las consecuencias, pero que te habrás mantenido firme. Eres consciente de cómo a través de algunas emociones, la sociedad te empuja hacia un lugar que no quieres ir y decides que tú solo quieres ser feliz como cualquier otra persona. Entonces, en ese momento, aceptas que la vida tendrás sus aspectos negativos pero que merece la pena vivirla por esa sensación de libertad, libertad para elegir tu camino, libertad para viajar y conocer otras culturas, libertad para amar en igualdad, libertad para ser tú misma.

Justo en ese momento, me sentí parte del mundo y sentí la brisa sobre mi piel. Restregué las mangas de mi jersey sobre mi cara, limpiando las lágrimas de mi rostro y me senté enfrente del mar, respiré profundamente y cerré los ojos agradecida. Estaba viva y cada día significaba una nueva aventura.

Por Laura María García Fernández, Granada (España)

1 Comentario

  1. Mari Paz García Gil

    Increíble el relato. El pelo de punta al reflejar tan cristalinamente los sentimientos de millones de mujeres en unas líneas.

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