California

Un viaje lleno de aventuras y de apoyo entre amigas.


Ilustración: Isa


¡Qué alegría cuando me dijeron que el número de junio iba de viajes! Y es que hay pocas cosas que me gusten más que viajar. Es durante esos viajes a veces largos, a veces tensos, a veces interminables, donde puedes ver la personalidad de cada uno de tus acompañantes.

Supondréis que una persona que escoge ser LAT no tiene ningún reparo en dejar abandonada a su pareja para hacer viajes con otra gente. Estáis en lo cierto. Mis decisiones sobre qué voy a hacer con mis días de vacaciones se basan exclusivamente en la ley de la oferta y la demanda. Con el ocio no se juega. Y es gracias a este espíritu, menos romántico que una morcilla desmigá, que he podido hacer viajes fantásticos.

Si tuviera que escoger mi viaje favorito de los que he hecho, creo que sería el que hice con otras cuatro amigas a California y Las Vegas. Corría el año 2006, en enero entraba en vigor la ley antitabaco, Sacha Baron Cohen nos hacía reír con su Borat, y La Oreja de Van Gogh sacaba sus singles Guapa y Más guapa, demostrando que siempre han sido todo talento y originalidad.

Desde febrero estuvimos preparando el viaje con mucha ilusión, nos imaginábamos cómo sería el descapotable que alquilaríamos para conducir por la Highway 1 como Brandon y Brenda, cómo sería pasar una tarde tomando el sol en Venice Beach y lo divertido que sería jugarse el dinero en un casino de Las Vegas. Llegado el momento, y más nerviosas que cuando te depilas el bigote por primera vez, cogimos un avión rumbo a San Francisco.

La primera sorpresa que nos deparaba California fue el hecho de descubrir que agosto es un mes frío en San Francisco. Nosotras habíamos hecho la maleta para irnos al sol, a la playa, a la diversión, y nos encontramos con una ciudad que nos recibía a 15 grados de máxima. A pesar de las inclemencias del tiempo, teniendo en cuenta que aún éramos relativamente jóvenes, nos pusimos encima todas las capas que pudimos y nos fuimos a conocer la ciudad durante un par de días. Una vez conocida, fuimos recoger el coche que nos había de llevar a la siguiente aventura.

Lejos del bonito descapotable que habitaba en nuestro imaginario, resulta que nos tocó un coche de abuelo cebolleta más grande que el salón de mi casa y donde, no sabemos por qué razón, porque de verdad, de verdad que todas habíamos cogido lo imprescindible (¡ja!), no cabían las cinco maletas en el maletero, así que siempre debíamos llevar una de las maletas a los pies de una de las que iba detrás, teniendo aquella a la que le tocase maleta que adoptar la posición de loto todas las horas que fueran precisas.

Berkeley, Carmel, Santa Cruz,… En cada una de estas paradas disfrutábamos de los paisajes, del ambiente y la vida californiana en general. Dormíamos allá donde nos pedía el cuerpo, o más bien donde leíamos el ansiado letrero verde de vacancy de los moteles. Dormir en moteles no es ni tan bucólico ni tan barato como nos cuentan en las pelis o como nosotros queremos creer.  Ni una de esas colchas hubiera pasado la prueba de la lucecilla lila del CSI. Hasta que llegamos a Lompoc.

Lompoc es algo así como el sitio donde todos los sueños van a morir. Un pueblo enorme cuyas calles se distribuyen según los criterios del plan hipodámico y los nombres de dichas calles son tan originales como 1st, 2nd, 3rd, etcétera, para las que van en sentido horizontal y A, B, C, etcétera, para las que lo hacen en sentido vertical. Paramos ahí porque fue el único lugar donde encontramos una habitación libre y, a falta de mejores planes para la noche, decidimos ir a cenar a un chino y luego al cine. Tras una breve discusión con la camarera del restaurante, que insistió en que nos lleváramos la doggy bag con los restos para poder comerlos cuando hubiéramos vuelto a nuestro país, que eso frío también está muy bueno (a ver cómo le explicábamos a la buena mujer que unos restos de comida china de doce días atrás no iban a pasar el test de tóxicos mortales del aeropuerto) nos metimos en el cine del pueblo a ver una película de la que recuerdo más bien poco, puesto que no habían empezado a cantar el Movierecord y una de mis compis de viaje se giró y me dijo éste es el típico cine donde ahora entra un zumbao con una metralleta y nos mata a todos en dos minutos. Así que estuve toda la peli rezándole al diosito de los asesinos en serie para que el zumbao en cuestión hubiera preferido quedarse esa noche en casa para lavarse el pelo o ver a Oprah.

De Santa Barbara a Santa Monica y de allí a Los Angeles. En Los Angeles hicimos el turisteo más absoluto que pudimos, visitando el Teatro Kodak, paseando por Rodeo Drive y comprando en Gap como si no hubiéramos visto una tienda en toda nuestra vida. Conseguimos colarnos en la discoteca de moda del momento, evitando la larga cola de jovenzuelos altos, gráciles y más rubios que el sol, gracias a que la RR.PP. del local resultó ser una española afincada en USA intentando conseguir su sueño de ser actriz, que debió ver en nosotras ese gen tan español y que todos somos capaces de reconocer alrededor del mundo, que nos confiere un aire a Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí. De allí a San Diego  y directas a Las Vegas.

Lo que más recuerdo de Las Vegas es el calorazo que hace. Un calor de esos que se te pega al cuerpo, te aplatana las neuronas y sólo quieres morirte ya. La primera noche decidimos bajar a jugar al casino del hotel, así como un plan muy loco y divertido, pero poniendo poco dinero cada una, no vaya ser que luego nos falte para el resto del viaje. Cinco minutos (literalmente) después de entrar al casino, ya lo habíamos perdido todo y teníamos que buscar otro plan para pasar la noche. Así que nos dimos al bebercio y la juerga.

El Gran Cañón del Colorado, además de grande y colorado, está mucho más lejos de Las Vegas de lo que nosotras sabíamos, pero no por ello íbamos a perdernos la oportunidad de visitar un bujero tan gordo, ¿no? Hicimos cinco horas seguidas de coche para llegar al sitio, hacer unas fotos, comer rápido y mal y volver a hacer cinco horas seguidas de coche para llegar al hotel hechas polvo.

Abandonamos el estado de Nevada, según dicen el estado más permisivo del país, para volver hacia nuestro punto de origen, donde nos esperaba el avión que nos iba a devolver a casa, con previa parada por el parque Yosemite. Si en Nevada la velocidad máxima permitida por carretera son 70 millas/hora, lo que vienen siendo unos 115 km/h, el estado de California no permite más de 55 millas/hora, que son poco menos de 90 km/h. Eso en mi pueblo se llama ir pisando huevos, y más cuando hablamos de carreteras donde con suerte te cruzas con un coche cada media hora. En la mismísima frontera de los dos estados, para pillar in fraganti a los despistados que no bajaban la velocidad, había escondido un coche patrulla de la policía y, como no podía ser menos, y porque necesitábamos una anécdota a modo de película que poder explicar a nuestros amigos y familiares, el policía nos paró. Por si no fuera suficiente tópico que hubiera aparecido de detrás de un matorral del arcén, el policía en cuestión llevaba unas Ray Ban y mascaba tabaco. Se acercó con parsimonia al coche, nos hizo bajar la ventanilla del copiloto y tras echar un vistazo y ver que ese coche, propio de señor mayor, estaba lleno hasta los topes de mozas con cara de circunstancia que sonreían muy forzadamente y a las que se les escapaba una risilla nerviosa más propia de una japonesa en la edad del pavo que de mujeres de su edad, nos dijo: Señoras, ¿saben ustedes que al ir por encima de la velocidad permitida han cometido un delito federal?, a lo que ninguna supimos qué contestar en ese preciso momento; y tras los diez segundos más largos de mi vida, alguna de mis compañeras – no recuerdo cuál de ellas fue – dijo la frase más sabia que nunca se haya oído en mi grupo: ¡Que alguna le enseñe las tetas!

A vuestro imaginario dejo pensando cómo acabó la historia del poli y las tetas.

Si bien se suele asociar a los grupos de chicas que viajan juntas con momentos de envidias, roces y broncas varias, yo debo decir que en todos y cada uno de los viajes que he hecho con amigas, me he sentido cómoda y no he tenido grandes problemas. Y una cosa tengo clara con respecto a mis cuatro compañeras de esta aventura: si haber estado 17 días y miles de kilómetros escuchando un único CD a modo repeat constante no nos empujó a una guerra a muerte, no sé qué podría conseguirlo.

Lucía

3 Comentarios

  1. jajajaja Bárbara, no era La Oreja de Van Gogh, sino las hubiera asesinado al tercer día!!!

    Belén, q bonica eres!!!

  2. Belen Calafell

    Gracias por hacerme mucho mas llevadera esta aburrida mañana de miércoles. Me encantan tus relatos!!

  3. barbarita

    porfavor porfavor porfavor dime que el CD en cuestión NO era el de La Oreja de Van Gogh!

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